Durante mucho tiempo, cuando le preguntaban quién era su ídolo en el cine, Jorge respondía con calma: Ricardo Darín. Y siempre escuchaba, paciente, que nunca habían oído ese nombre. Nunca nadie veía películas argentinas.
Por lo tanto, fue con sorpresa que escuchó, de la señora
Amélia, que "El Hijo de la Novia" se proyectaría en una sesión
especial, a medianoche, en una sala alternativa de la ciudad. No dejó para
después y se unió a la conversación ajena, reafirmando su amor por el actor
argentino, deseando saber más detalles sobre la proyección.
"Finalmente un joven con buen gusto", exclamó la
viuda. Tenía ochenta años, pero la sonrisa juvenil y el brillo en los ojos la
conservaban con una belleza discreta. Quedaron en ir juntos. Sería la primera
vez que Jorge vería esa película en pantalla grande. Amélia ya había tenido esa
oportunidad en el momento del estreno, pero no la de disfrutar el momento con
una compañía tan agradable, según sus propias palabras.
Antes de que comenzara la proyección, el tema era, naturalmente,
las películas del artista que tanto amaban. Solo no pudieron decidir cuál era
la mejor. Para Jorge, "El Secreto de sus Ojos". Para Amélia, "El
Mismo Amor, La Misma Lluvia". Pero ambos estaban de acuerdo en que lo que
más les gustaba era el mensaje que esas historias dejaban, de que la vida tiene
complicaciones, pero no debemos dejar de lado la ternura. "Mira, Jorge, la
película ya va a empezar".
En la oscuridad de la proyección, al igual que los pocos
espectadores, ambos rieron y derramaron lágrimas ante la conmovedora belleza
cotidiana de esas escenas. Se reconocían allí, representados por un actor que
hablaba por ellos. Y Jorge se dio cuenta de que, extrañamente, amaba a esa
mujer sentada a su lado.
Cuando los créditos subieron y se encendió la luz, volvió a
la realidad al ver la mano de su compañera en el apoyabrazos de la butaca,
cuyas marcas delataban el tiempo que los separaba. Caminaron largamente en
silencio y luego se despidieron, hasta que Jorge, inspirado por el personaje de
la película, venció sus miedos e la invitó a ver otra, en su casa o en la de
ella, en una fecha próxima.
Solo, de cierta manera abandonada por los familiares vivos,
Amélia sonrió y aceptó la invitación. El encuentro se concretó días después, en
la residencia de la señora, con la proyección de "El Club de la
Luna", que él había llevado en disco.
Lado a lado en el sofá, la pareja exhalaba un sentimiento
que no era correspondido por palabras o miradas, sino por las sonrisas y los
suspiros que soltaban, al unísono, durante la película. Una vez más, para
Jorge, esos ciento veinte minutos a media luz señalaban una comunión de almas,
sobre la cual no se atrevería a hablar, so pena de romper el encanto.
Comenzaron a encontrarse todas las noches de viernes, para
ver cada vez una película diferente del adorado actor argentino. Y ese amor
platónico duraba mientras duraba la película. Nada necesitaba ser dicho. La
emoción casi silenciosa de esas sesiones decía más que cualquier palabra. Y así
pasaron los viernes, hasta que se vio la última película.
"Jorge, quiero decir que estos momentos que pasamos
juntos fueron muy especiales", dijo ella, antes de despedirse. "Sepa
que, gracias a nuestros encuentros, debo haber prolongado un poco mis
días".
"Qué va, doña Amélia. La señora vivirá mucho aún. Para
que podamos ver las nuevas películas de Ricardo Darín", dijo él,
emocionado. Y, sin saber qué más decir, recibió de regalo el collar que ella
sacó de su cuello. "Para que no me olvide".
Durante mucho tiempo, el joven miró la foto de Amélia joven,
dentro del dije. Aún más después de enterarse de que ella había partido,
serenamente mientras dormía, en una fría noche de invierno.
Con una nostalgia devastadora, el joven veía solitariamente
las mismas películas, sin encontrar a otra persona con quien compartir las
risas y los llantos de esas escenas.
Sin embargo, al enterarse de que la nueva película del actor
se estrenaría pronto en Argentina, hizo lo que su corazón le indicaba: juntó
sus ahorros y fue allí, a ver el estreno. Si el espíritu de su amada pudiera
elegir dónde estar, seguro sería allí.
Ya sentado en la primera fila, esperando el inicio de la
película, Jorge escucha una voz masculina pedir permiso para sentarse a su
lado. Lo reconoce, no sabe de dónde, y mira, con el rabillo de sus ojos.
Imposible creer en mejor suerte. Era él mismo, muy simpático, en carne y hueso,
Ricardo Darín, listo para verse a sí mismo en la pantalla. "Muchísimas,
muchísimas gracias por todo", fue lo que Jorge pensó en decirle, pero las
luces ya se estaban apagando. "¡Qué no daría para que Amélia estuviera
aquí conmigo!".
Y, en el asiento del otro lado, una hermosa joven sonrió
dulcemente. "Mira, Jorge, la película ya va a empezar".
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